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29 de septiembre de 2008

Porque yo lo valgo

Cuando ella le insistió en que le explicara como debía ser una mujer según su criterio, el contesto que “la mujer deber ser una señora en la calle y una puta en la cama”. En ese momento terminó la cita.

Tenía más o menos asimilado que la respuesta a sus fracasos residía en el cúmulo de discursos malinterpretados y el infortunio de hilvanar brillantes e inofensivas reflexiones con posterioridad al acto, y, aunque consciente de este hecho, se empeñaba tenazmente en culpar a la mala suerte por una vida que si bien no era del todo desesperada, tampoco, en su opinión, era la que él siempre había soñado.

En sus divagues juveniles se veía dirigiendo una gran empresa con significativos dividendos y que al llegar a casa le esperara una esposa a la que amar y que le hiciese sentir querido. El humilde comercio de componentes electrónicos y el desangelado estudio, perfectamente acomodado para potenciar la soledad y el hastío, era lo que le aguardaba al llegar al hogar.

Inconsciente al hecho que para los demás era un cretino de carácter prepotente, él asimismo se veía un tipo simpático y responsable que no entendía porque siempre le faltó una mano que le otorgara la confianza que necesitó alguna vez. La ausente ayuda de los que creyó amigos, sin darse cuenta que para ellos, él, era mala gente, de esa mala gente de la que no te puedes fiar.

Un día, casi sin prestarle atención, comenzó a tocar fondo. Se vio abrumado por una pesadumbre que coaccionaba a los comentarios de mal gusto y las eternas bravuconadas que como seña de identidad conseguía ahuyentar a su entorno. La tristeza que le embargaba le obligaba sin darse cuenta a ser amable; no necesitaba impresionar a nadie y abandonó su peculiar simpatía que no hacía más que intimidar a los demás. Por alguna razón que no comprendía las cosas empezaron a irle mejor. Cuando desaparecieron las ansiosas ambiciones los que en otro momento le abandonaron, volvieron a su lado prestándole su ayuda si era necesario.

En aquel preciso momento empezó a aceptar la vida tal y como llegara. Sin salir de su asombro desapareció la angustia que otrora siempre le acompaño, y, repentinamente, aquella vecina que siempre le había atraído y que nunca le habló, un día le preguntó:

-¿Quiere usted venir a cenar conmigo esta noche?

25 de septiembre de 2008

Pluralidad laboral

Érase una vez un desempleado a jornada completa que percibía un subsidio de jornada reducida. El malestar que supone un "de ocho a doce" como horario de tan desacomodado quehacer, lo suplía aliviándose del martirio del mullido colchón de su alcoba a las doce y cuarto del mediodía. Disfrutaba de un merecido descanso hasta las cuatro de la tarde, momento en el que tras copioso ágape, se arrastraba hacía el sofá con la pereza implícita que impone la obligación de la labor después de la comida.

Supone un gran alborozo el fin de la jornada laboral. Fin de la siesta y comienzo de las festividades. Con la premura de un tiempo limitado, se obvia la higiene para estar a tiempo en el bar. Siempre es justificada la evasión para disipar al fantasma del estrés. Nunca hay suficiente cerveza fría que alivie su ansiedad. La vida es dura y aún lo es más cuando cierra el bar.

La noche es más breve si el trabajo nos aguarda en la mañana. Pero hoy es un día distinto. Solicita reglamentariamente y por convenio sindical uno de los “días de asuntos propios” que el derecho le asiste. Debe acudir con premura a la oficina de empleo.

La perpetuamente enfurruñada funcionaria le comunica sin ninguna pesadumbre que es tarde, tres días tarde. Hay que personarse en fecha y hora indicada; usted no lo ha hecho. Fin del subsidio.

Se acabó su pesadilla diaria. Se finiquitó el malestar lumbar provocado por aquel maldito muelle del colchón. Empezaba una vida nueva. Pero aún así, persistía la decepción y la inquietud por una labor truncada de forma involuntaria y prematura. Y es que la maldad demoniaca nos aguarda en cualquier instancia. La perversidad de un empleado del estado que no quiso atender las insistentes suplicas. No quiso comprender, demostrando que, aunque recóndito, tenía corazoncito, y olvidar que no pudo presentarse a tiempo porque que tenía tantas cosas por hacer…y tan poco tiempo.

Que injusta es la existencia de los inocentes.

21 de septiembre de 2008

Que se mueran los viejos. (Parte Segunda)

Viene de la 1ª parte.

Aunque no daba crédito a sus ojos, en su devenir de experiencias aparentemente extrañas, casi no le dio repercusión al asunto. Con anterioridad, su afición al sagrado elixir que el denominaba cerveza, junto a cierto tipo de pastillas usadas por la camarilla que componía la pandilla de los auto-denominados “Sin Control”, ya le había ocasionado algún que otro mal despertar. Pero aquel vencía por fuera de combate a los demás. Oír colores o sentir como tiembla nuestra sagrada tierra no podía compararse a despertar y ser una aberración octogenaria que casi no podía mantenerse en pié.

Otra vez, apoltronado en el mullido colchón de su cama, observó, ya inquieto, la imposibilidad de reengancharse a un plácido sueño que le devolviera a su realidad. Hastiado de contar ovejas, inventar malignidades o planear como ocultar el suculento botín obtenido en virtud de extorsionar a los inocentes chavales de cursos inferiores, decidió volver a levantarse. Aunque el ajado despertador indicaba la que para él eran las ignominiosas siete de la mañana, achacó su desvelo a la intransigente y muy molesta luz del sol.

Se levantó con dificultad. Había olvidado aquella vez que le intervinieron de apendicitis, pero la impotencia de no poder alzarse a causa de unos huesos ajados por la edad, le remontó al día en el que decidió que nunca jamás tendría que depender de alguien para sobrevivir. Obvió aquél bastón en una esquina de la habitación, que siempre había sido la suya, pero ya no era la misma y se dirigió al infinito pasillo del hogar paternal, que aunque también distinto, le devolvía a una percepción de la realidad que lo había abandonado de forma provisional.

Ya cerca de la cocina, que era su particular santuario familiar, denotó que la presencia que en ella se desenvolvía con absoluta normalidad no era la que acostumbra a reverenciar cada mañana. Si la figura y la pose eran similares, aquella mujer que preparaba café y tostaba rebanadas de pan de molde en un viejo tostador no era su madre.

- ¿Ya te has levantado, papa?

Un escalofrío recorrió la espada de nuestro protagonista, ¿Quién era aquella mujer que se movía con total soltura por la cocina de su casa, su cocina? ¿Quién era ella para llamarme papá?
Se sentó en silencio en una silla inédita para sus posaderas, en una cocina insólita. Aquella circunstancia le recordó las visitas a casas de sus infames vecinos. El mismo piso, mobiliario distinto. Tal era el desconcierto, que se sentó medio desnudo en una de las sillas desconocidas y comió un rico desayuno a base de tostadas con mantequilla y mermelada, que siempre habían sido de su mayor agrado, y un gran tazón de café descafeinado, que tal y como se estaban desarrollando los acontecimientos, agradeció la ausencia de estimulantes como nunca agradece un borracho que le nieguen la última copa.

- ¿Nos vestimos para ir al médico? –Le indicó la misteriosa mujer-

En silencio se dirigió a la habitación para, con consternación, descubrir que su guardarropa consistía en prendas de “viejo” desvencijadas, que desprendían un fuerte olor a naftalina y alter shave. Se vistió todo lo apresuradamente que su condición física le permitía y cogiendo aquella despreciable muleta de la esquina, que abominaba, pero que para solventar aquél mal cuelgue podría servirle de soporte, salió a la calle, solo. En busca de un estimulo que lo resucitara a la realidad, una realidad que fuese la suya. La de un chaval de diecisiete años que siempre había aborrecido crecer…

16 de septiembre de 2008

Insurgencias

Entre grandes montañas se ubicaba un pueblecito de casas humildes y gentes tranquilas. Esta pequeña población la regentaba el representante de un malvado dictador que imponía las normas que a su antojo disponía, y, trasladaba a todos los rincones de su tiranizado país por medio de delegados como el que habitaba dicho pueblecito.

Vivía allí un pastor de ovejas que a duras penas podía mantener a su familia. Con el sustento de lo que el ganado generaba y el poco dinero que conseguía de la venta de quesos y carne de oveja era suficiente para vivir, pero los impuestos que les exigía su omnipotente tirano les obligaba a una subsistencia penosa. Aún así se consideraba afortunado por tener un lecho en el que descansar y una esposa y unos hijos a los que amaba y le hacían sentirse amado.

Un buen día, mientras volvía tras dos semanas de pastoreo y con la alegría e inquietud por llegar a casa, vio desde lo alto de una colina como su pueblo ardía en llamas. Se habían oído rumores de que un ejército salvador les iba a liberar del tirano, pero en lugar de libertad, se encontró con que aquel ejército que había despertado entre los lugareños la confidente esperanza de un futuro mejor había bombardeado y asesinado a fuego y cuchillo a todo aquel que se encontró en su camino. Contempló horrorizado los cadáveres de sus vecinos en las calles y las casas destruidas.



El mayor dolor que pueda sufrir un ser humano lo halló junto a los restos de lo que antes era su hogar. Bajo los escombros yacía su familia sepultada El precio de la ansiada libertad fue la muerte de gente inocente y la más absoluta destrucción. Así la libertad no compensa.

Durante tres días y tres noches permaneció el pastor junto a la tumba de su familia. Lloraba sin consuelo y sus lamentos resollaban toda la noche los restos de lo que había sido su pueblo. Sin comer, sin beber, solo esperaba morir allí junto a los suyos y encontrarse con ellos en el paraíso. El cuarto día se le acercó un hombre y le preguntó:

- ¿Quieres morir?
- Con todo mi corazón –respondió el pastor-
- ¿Te gustaría que los que te han hecho esto compartieran contigo parte de tu dolor?
- Eso no es posible.
- Si estás dispuesto a morir, acompáñame y los culpables sentirán en sus carnes lo que tú estás sintiendo.

Aquel hombre lo llevó a un lugar remoto en el que se encontró con hombres y mujeres, que como él, lo habían perdido todo gracias al ejército liberador. En sus caras se podía ver el sufrimiento. Algunos vagaban ausentes, otros se lamentaban y una parte de ellos gritaban consignas de venganza.

Varios días después y ras un largo viaje en coche junto a otros dos hombres, llegó el pastor a una gran ciudad en la que nunca había estado. Le pusieron un chaleco con explosivos y le explicaron que dentro del gran edificio que tenía frente a él, estaban los responsables de su tragedia. Le dijeron que era el momento de que los culpables pagaran y que cuando pulsara el botón volvería a encontrarse con la familia que tanto amaba. Aquél hombre entró en el edificio y con la gratificante sensación de que no tenía nada que perder y mucho que ganar apretó el pulsador.



Un sargento y un capitán del ejército liberador examinaban los desperfectos producidos por la explosión. El sargento estaba indignado y sin comprender el por qué de aquella destrucción gritó enfadado:

- No sé lo que quiere esta gente. Venimos a salvarlos del dictador y nos lo pagan con bombas. Nunca acabará esta guerra por culpa de los malditos insurgentes.

El capitán respondió:

- Pobre e inocente sargento. ¿Acaso no te das cuenta que mientras seguimos arrasando pueblos y asesinando inocentes en busca de supuestos “insurgentes” conseguimos fabricar más “insurgentes” que justifique nuestra permanencia aquí y así seguir expoliando y robando sus recursos?

...Pobre e inocente sargento.


2 de septiembre de 2008

Admiraciones

Admiro a los cristianos, musulmanes y demás adoradores que practican fielmente sus creencias. Admiro a todos aquellos que en su fe tienen la certeza absoluta de una vida eterna junto a sus dioses y seres queridos. Los admiro porque en mi objetividad no puedo obviar la lógica, una lógica que me indica sin reservas que al morir no habrá nada. Un vacío del que ni siquiera seremos conscientes, como no somos conscientes de no haber nacido.

Les concedo un gran respeto por culpa de mis dudas y mi carencia de una fe que en realidad envidio y que ha conseguido del hombre desde que alcanzó esta consideración, la esperaza de una existencia que no se limita a esto, una simple y dura vida terrenal. Porque todos aquellos que como yo se acogen a una sensatez que la realidad nos marca, jamás podremos vivir sin la incertidumbre y la imperiosa necesidad de no morir. Incertidumbre y necesidad que los piadosos descartaron hace tiempo y los empuja a esperar con alegría la llamada de sus divinos dioses celestiales.

Los admiro porque no pueden evitar vivir felices.