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21 de septiembre de 2008

Que se mueran los viejos. (Parte Segunda)

Viene de la 1ª parte.

Aunque no daba crédito a sus ojos, en su devenir de experiencias aparentemente extrañas, casi no le dio repercusión al asunto. Con anterioridad, su afición al sagrado elixir que el denominaba cerveza, junto a cierto tipo de pastillas usadas por la camarilla que componía la pandilla de los auto-denominados “Sin Control”, ya le había ocasionado algún que otro mal despertar. Pero aquel vencía por fuera de combate a los demás. Oír colores o sentir como tiembla nuestra sagrada tierra no podía compararse a despertar y ser una aberración octogenaria que casi no podía mantenerse en pié.

Otra vez, apoltronado en el mullido colchón de su cama, observó, ya inquieto, la imposibilidad de reengancharse a un plácido sueño que le devolviera a su realidad. Hastiado de contar ovejas, inventar malignidades o planear como ocultar el suculento botín obtenido en virtud de extorsionar a los inocentes chavales de cursos inferiores, decidió volver a levantarse. Aunque el ajado despertador indicaba la que para él eran las ignominiosas siete de la mañana, achacó su desvelo a la intransigente y muy molesta luz del sol.

Se levantó con dificultad. Había olvidado aquella vez que le intervinieron de apendicitis, pero la impotencia de no poder alzarse a causa de unos huesos ajados por la edad, le remontó al día en el que decidió que nunca jamás tendría que depender de alguien para sobrevivir. Obvió aquél bastón en una esquina de la habitación, que siempre había sido la suya, pero ya no era la misma y se dirigió al infinito pasillo del hogar paternal, que aunque también distinto, le devolvía a una percepción de la realidad que lo había abandonado de forma provisional.

Ya cerca de la cocina, que era su particular santuario familiar, denotó que la presencia que en ella se desenvolvía con absoluta normalidad no era la que acostumbra a reverenciar cada mañana. Si la figura y la pose eran similares, aquella mujer que preparaba café y tostaba rebanadas de pan de molde en un viejo tostador no era su madre.

- ¿Ya te has levantado, papa?

Un escalofrío recorrió la espada de nuestro protagonista, ¿Quién era aquella mujer que se movía con total soltura por la cocina de su casa, su cocina? ¿Quién era ella para llamarme papá?
Se sentó en silencio en una silla inédita para sus posaderas, en una cocina insólita. Aquella circunstancia le recordó las visitas a casas de sus infames vecinos. El mismo piso, mobiliario distinto. Tal era el desconcierto, que se sentó medio desnudo en una de las sillas desconocidas y comió un rico desayuno a base de tostadas con mantequilla y mermelada, que siempre habían sido de su mayor agrado, y un gran tazón de café descafeinado, que tal y como se estaban desarrollando los acontecimientos, agradeció la ausencia de estimulantes como nunca agradece un borracho que le nieguen la última copa.

- ¿Nos vestimos para ir al médico? –Le indicó la misteriosa mujer-

En silencio se dirigió a la habitación para, con consternación, descubrir que su guardarropa consistía en prendas de “viejo” desvencijadas, que desprendían un fuerte olor a naftalina y alter shave. Se vistió todo lo apresuradamente que su condición física le permitía y cogiendo aquella despreciable muleta de la esquina, que abominaba, pero que para solventar aquél mal cuelgue podría servirle de soporte, salió a la calle, solo. En busca de un estimulo que lo resucitara a la realidad, una realidad que fuese la suya. La de un chaval de diecisiete años que siempre había aborrecido crecer…

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