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7 de marzo de 2008

El hombre sin memoria

Érase una vez un hombre que tenía una vida, una vida que cumplía todas las expectativas de lo que se presupone una existencia plena. Un buen día esa vida fue renovada, y fue renovada en tal grado que esa nueva y onírica existencia se convirtió en la única y verdadera realidad. Ese hombre, de repente, olvidó que tenía inquietudes, olvidó que tenía algo que decir, olvidó que poseía de un bien para expresarse licenciosamente. Un bien tan importante para muchos como es la libertad. Durante ese periodo de indiferencia sobre su propia capacidad de expresar sus acuerdos y desacuerdos, ese hombre llegó a olvidar que poseía los medios para poder expresarse, olvidó incluso las “claves” para poder pronunciarse y el destino se alió en su contra para poder acallarlo. Hastiado de las contrariedades volvió a olvidar esa inquietud.


Ya cansado de todas las incidencias que le habían obligado a olvidar que poseía de la capacidad de comunicar, pasado un tiempo el hombre observó que a su alrededor la gente se expresaba. Un café con agua gritaba con la misma ilusión con la que él empezó, viendo que otras personas intentaban mostrarnos algo que a su entender podría interesarnos. Esa era la esencia.

De repente un día dijo…¡QUIERO HABLAR!..despertó y volvió a recordar. Sin promesas, sin falsas expectativas. Solo con la firme intención de seguir siendo el mismo personaje de ficción que le dio la autoridad de susurrar lo que realmente sentía y que dejó atrás a tantos a los que leer y disfrutar.

Volver…eso sí, sin la frente marchita que tampoco ha pasado tanto tiempo.

12 de julio de 2007

100+1=Aniversario

Es tarde, muy tarde, concretamente doce días tarde, pero no ha podido ser antes. El pasado 30 de junio de 2.007 esta humilde bitácora cumplía un añito, con la particularidad de que la entrada del aniversario, esta entrada, es la número cien de este blog.

Cien entradas no son muchas, la verdad, sale una paupérrima media de 0,2739726027397260273972602739726 post/día o a una entrada cada 3,65 días, pero con el consuelo de haber puesto mucha ilusión y todo el tiempo del que disponía para algo que para mí es un bonito hobby, escribir.

Que alguien te lea habitualmente es un el honor que conlleva obligaciones. Acarrea asumir el compromiso moral de publicar regularmente. Pero he de confesar que desde el principio he sido consecuente y consciente con el hecho de que lo que se hace por obligación deja de ser divertido y aquí no estamos ni para vender tecnología ni para competir en listas, solo puro entretenimiento.

Asimismo tengo de reconocer también que en ocasiones al publicar una entrada he creído que era la última y esto se acababa, pero afortunadamente siempre hubo algo que contar y el único y verdadero premio, alguien al que le interesó lo que se contaba, el combustible para seguir escribiendo.

Gracias a todas las visitas y lectores que han pasado por aquí este último año con el propósito de no abandonar y estar por aquí muchos años más.

28 de junio de 2007

Centrocampista de corte defensivo

La gente se le quedaba mirando pero ninguno de los transeúntes que por allí circulaban se dignaba ni tan siquiera a preguntar si aquel hombre tumbado en la calle vestido de futbolista en realidad estaba enfermo o se encontraba mal. Y allí se hallaba, acostado en el suelo con los brazos cruzados, podría jurar que roncaba ligeramente. Alguno que otro se detenía al pasar a su lado y se les apreciaba cierta inquietud por su estado de salud, otros simplemente se reían al pasar, yo casi tropiezo con él.

- ¿Está usted bien?-pregunté por cortesía para sorpresa de los demás peatones-
- ¡Déjeme en paz! ¿Acaso no ve que me estoy concentrando para el partido? –contestó enojado mientras continuaba tirado en la acera-
- ¿Qué partido?-no puedo evitarlo, y sí, ya sé que la curiosidad mató al gato, pero también le enseñó un par de cosillas-
- ¡Brrrrrr!-me miró con desprecio-, pues el partido que está a punto de comenzar.

Miré a mí alrededor y no aprecié ambiente futbolero, la verdad.

- Mire usted señor entrometido, el partido va empezar en cinco minutos y cuando suene el silbato por aquí no va a pasar ni Dios –dijo con media sonrisa y mirada aviesa-
- ¿Es usted defensa central quizás?-pregunté, ya puestos-
- Pues no caballerete, soy centrocampista de corte defensivo…un destructor del juego contrario –esto último me lo dijo susurrando-
- Pues nada, suerte, y…que ganen –hay que se amables-
- ¡Váyase usted a la mierda!-me dio un corte que te cagas y nunca mejor dicho por la condición de su despedida. Me marche dejándolo allí-

Al principio no reparé en una circunstancia; aquél centrocampista defensivo se concentraba justo en la puerta de una entidad bancaria. Pensé que el buen señor se iba a dedicar a darle patadas a todo aquel que intentara entrar en el banco cuando comenzara “su” partido de futbol. Decidí dar la vuelta sin saber que iba a hacer si se hacía realidad aquella sospecha.

Por lo general somos bastante miedosos, para una circunstancia que presumiblemente se nos pueda ir de las manos o tenga visos de ser peligrosa acudimos a otros, en este caso a la policía. Los del banco habían llamado.
Al llegar al lugar el presunto futbolista se había levantado del suelo y un policía le pedía explicaciones, callado y con la cabeza baja lo escuchaba casi como si el agente fuese el entrenador. De repente el futbolista dio un brusco salto hacía atrás, con una especie de baile tribal y gesto amenazante comenzó a proferir/cantar una coplilla:

Kapa o Pango kia whakawhenua au i ahau!
Hī aue, hī!

Ko Aotearoa e ngunguru nei!

Au, au, aue hā!

Ko Kapa o Pango e ngunguru nei!

Au, au, aue hā!

I āhahā!

Ka tū te ihiihi

Ka tū te wanawana

Ki runga ki te rangi e tū iho nei, tū iho nei, hī!

Ponga rā!

Kapa o Pango, aue hī!

Ponga rā!

Kapa o Pango, aue hī, hā!


- Pero tío…¿Qué estás haciendo?-preguntó el sorprendido policía-
- ¿No lo ves? Esto es el baile de la lucha para la paliza que te voy a dar-contestó el pobre perturbado inconsciente de lo que se le venía encima-

Dadas las circunstancias desconozco si lo hizo bien o mal, pero el policía sacó la porra y empezó a darle con ella en el trasero mientras le decía a aquel desdichado: - ¿Ya no bailas?...si bailas, -y a cada porrazo- ¿lo ves?
La gente empezó a abuchear al policía por lo que creían un castigo excesivo. Le reprochaban que con una simple amenaza hubiese bastado para tranquilizar al loco. En vista de la reacción de aquel público espontáneo el agente dejó de pegarle y conminó al centrocampista de corte defensivo a marcharse. A favor del agente solo puedo decir que en realidad no le estaba golpeando con fuerza, pero la porra siempre “pica” y fue más la indignación por lo humillante de la situación para el perturbado que por la dureza del escarmiento.
El pobre hombre se marchaba calle arriba rascándose la cabeza -en una especie de estado de confusión- tanto como el trasero, mientras, lanzaba quejas alocadas al cielo por su mala suerte.

Paso un buen rato, lo volví a ver. A todo aquel con el que se encontraba le increpaba que lo habían expulsado del partido, que no le había hecho nada “aún” al delantero, que encima el entrenador le había pegado y todo ello por culpa del inocente transeúnte que tenía la mala fortuna de cruzarse con un malencarado y triste centrocampista de corte defensivo al que se le rompió la delgada línea que separa la cordura de la locura.

19 de junio de 2007

Historias del grano de arena. # 13. Aceras quebradas

Todo había cambiado. La ciudad se había transformado despacio, calle a calle, edificio a edificio, vecino a vecino. Al poco tiempo se había olvidado de como era antes. A veces tenemos que esforzarnos en recordar los tiempos en los que los caminos no tenían aceras, cuando apenas circulaban coches en aquellas las calzadas de tierra sin asfaltar mientras los niños jugaban al fútbol en ellas ajenos a un peligro que por aquel entonces era inexistente. Para Don Manuel los recuerdos de otro barrio, de otra gente y a la vez la misma, la memoria de todo lo vivido le hacía sentirse aún más viejo.

Para un pobre anciano era más fácil practicar su paseo matinal en la ciudad moderna, pero a él ya no le agradaba tanto. Aunque no tenía que preocuparse por los agujeros de la acera sin baldosas, para él ahora solo eran los márgenes de un río de vehículos de todo tipo y sus caminatas, la incesante búsqueda del puente que le brindaban los semáforos para así poder cruzar a la otra orilla de aquél torrente desbordado.

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Ni siquiera las personas eran las mismas. El barrio en el que siempre había vivido estaba poblado de caras desconocidas; incluso las conocidas se habían convertido en extrañas a fuerza de no devolver los saludos. Los amigos de siempre, en el barrio de siempre, estaban muertos o ya no podían salir de casa. Don Manuel paseaba solo entre los fantasmas de mirada perdida en aquella ciudad repleta.

Recordaba como si fuera ayer el día que instalaron aquellos bancos de hierro fundido en los que solía disfrutar de un descanso. Recordaba aquellas mañanas de verano en las que los jóvenes se citaban en ellos para divertirse en vacaciones. Los chicos que ahora los ocupan tienen distintos peinados, distinta ropa. Los jóvenes que ahora los ocupan no invitan a Don Manuel a sentarse un rato con ellos y así hacer un respiro en su paseo. No le preguntan por la salud de su esposa sin saber que al poco tiempo moriría. Entonces la medicina no era como la de ahora. Ahora se habría salvado y no habría importado si nadie se interesaba por su enfermedad.

Estos chavales despreocupados por el futuro se jactan de Don Manuel, le gritan: ¡Ahí va el leopardo veloz! En ocasiones alguno se levanta e imita los enmarañados movimientos de Don Manuel para complacencia de sus amigos. Estos jóvenes se ríen de la torpeza y de la lentitud fruto de la edad sin darse cuenta de que ellos algún día también serán viejos. A Don Manuel no le molesta que se rían de él, pero no puede evitar que le embargue una terrible tristeza.

Ahora Don Manuel yace en mitad de la carretera. Su ajado bastón reposa junto al bordillo tan quebrado como sus huesos. El puente no ha aguantado el tiempo suficiente y la corriente se lo ha llevado. Está consciente y permanece inmóvil, boca arriba, tal y como le ha indicado el servicio sanitario, de todos modos sabe que no podría hacerlo aunque quisiera. Atiende con obediencia a todo lo que le señalan mientras el estruendo de las bocinas ahoga el tronar de la sirena de una ambulancia que interrumpe el incesante tráfico. El taxista que lo ha atropellado murmura decenas de maldiciones por su mala suerte y los chicos del banco de acero fundido se mofan del conductor sin ni tan siquiera levantarse de su asiento mientras le señalan que va a pagar por el viejo como si fuera nuevo.

Está asustado, pero tranquilo. Tiene los ojos abiertos, casi no pestañea. Puede escuchar como unos se lamentan por su estado, como otros reprochan en voz alta que se permita que un anciano así camine sin compañía por la calle. En un instante el silencio lo inunda todo y Don Manuel mira el trocito de cielo que se escurre entre los edificios de nueva construcción. De repente se da cuenta de que el cielo sigue siendo tan azul como cuando era pequeño. Repara en la nube que lo atraviesa y recuerda que las nubes de su niñez eran del mismo algodón que brotaba en aquel prado en el que jugaba todas las primaveras y en el que ahora sólo hay para “brindarle nuestro mejor servicio” un gran centro comercial.

Respira placidamente y cierra los ojos. Mientras la camilla lo conduce a la ambulancia Don Manuel se marcha con el recuerdo de su familia, de sus amigos y con el consuelo de que ese cielo azul y sus nubes de algodón no han cambiado, que permanecen inalterables en aquel y suyo viejo barrio, mientras, la gente se dispersa, aquí ya no hay nada que ver en aquellas aceras, que aunque nuevas, poco a poco se van desquebrajando con el paso del tiempo.