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19 de junio de 2007

Historias del grano de arena. # 13. Aceras quebradas

Todo había cambiado. La ciudad se había transformado despacio, calle a calle, edificio a edificio, vecino a vecino. Al poco tiempo se había olvidado de como era antes. A veces tenemos que esforzarnos en recordar los tiempos en los que los caminos no tenían aceras, cuando apenas circulaban coches en aquellas las calzadas de tierra sin asfaltar mientras los niños jugaban al fútbol en ellas ajenos a un peligro que por aquel entonces era inexistente. Para Don Manuel los recuerdos de otro barrio, de otra gente y a la vez la misma, la memoria de todo lo vivido le hacía sentirse aún más viejo.

Para un pobre anciano era más fácil practicar su paseo matinal en la ciudad moderna, pero a él ya no le agradaba tanto. Aunque no tenía que preocuparse por los agujeros de la acera sin baldosas, para él ahora solo eran los márgenes de un río de vehículos de todo tipo y sus caminatas, la incesante búsqueda del puente que le brindaban los semáforos para así poder cruzar a la otra orilla de aquél torrente desbordado.

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Ni siquiera las personas eran las mismas. El barrio en el que siempre había vivido estaba poblado de caras desconocidas; incluso las conocidas se habían convertido en extrañas a fuerza de no devolver los saludos. Los amigos de siempre, en el barrio de siempre, estaban muertos o ya no podían salir de casa. Don Manuel paseaba solo entre los fantasmas de mirada perdida en aquella ciudad repleta.

Recordaba como si fuera ayer el día que instalaron aquellos bancos de hierro fundido en los que solía disfrutar de un descanso. Recordaba aquellas mañanas de verano en las que los jóvenes se citaban en ellos para divertirse en vacaciones. Los chicos que ahora los ocupan tienen distintos peinados, distinta ropa. Los jóvenes que ahora los ocupan no invitan a Don Manuel a sentarse un rato con ellos y así hacer un respiro en su paseo. No le preguntan por la salud de su esposa sin saber que al poco tiempo moriría. Entonces la medicina no era como la de ahora. Ahora se habría salvado y no habría importado si nadie se interesaba por su enfermedad.

Estos chavales despreocupados por el futuro se jactan de Don Manuel, le gritan: ¡Ahí va el leopardo veloz! En ocasiones alguno se levanta e imita los enmarañados movimientos de Don Manuel para complacencia de sus amigos. Estos jóvenes se ríen de la torpeza y de la lentitud fruto de la edad sin darse cuenta de que ellos algún día también serán viejos. A Don Manuel no le molesta que se rían de él, pero no puede evitar que le embargue una terrible tristeza.

Ahora Don Manuel yace en mitad de la carretera. Su ajado bastón reposa junto al bordillo tan quebrado como sus huesos. El puente no ha aguantado el tiempo suficiente y la corriente se lo ha llevado. Está consciente y permanece inmóvil, boca arriba, tal y como le ha indicado el servicio sanitario, de todos modos sabe que no podría hacerlo aunque quisiera. Atiende con obediencia a todo lo que le señalan mientras el estruendo de las bocinas ahoga el tronar de la sirena de una ambulancia que interrumpe el incesante tráfico. El taxista que lo ha atropellado murmura decenas de maldiciones por su mala suerte y los chicos del banco de acero fundido se mofan del conductor sin ni tan siquiera levantarse de su asiento mientras le señalan que va a pagar por el viejo como si fuera nuevo.

Está asustado, pero tranquilo. Tiene los ojos abiertos, casi no pestañea. Puede escuchar como unos se lamentan por su estado, como otros reprochan en voz alta que se permita que un anciano así camine sin compañía por la calle. En un instante el silencio lo inunda todo y Don Manuel mira el trocito de cielo que se escurre entre los edificios de nueva construcción. De repente se da cuenta de que el cielo sigue siendo tan azul como cuando era pequeño. Repara en la nube que lo atraviesa y recuerda que las nubes de su niñez eran del mismo algodón que brotaba en aquel prado en el que jugaba todas las primaveras y en el que ahora sólo hay para “brindarle nuestro mejor servicio” un gran centro comercial.

Respira placidamente y cierra los ojos. Mientras la camilla lo conduce a la ambulancia Don Manuel se marcha con el recuerdo de su familia, de sus amigos y con el consuelo de que ese cielo azul y sus nubes de algodón no han cambiado, que permanecen inalterables en aquel y suyo viejo barrio, mientras, la gente se dispersa, aquí ya no hay nada que ver en aquellas aceras, que aunque nuevas, poco a poco se van desquebrajando con el paso del tiempo.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Muy Güeno, güenisisimo, como siempre. No se vosotros pero a mí me a transportado al pasado y he recordado a amigos y conocidos que hace años que no veo, y probablemente no vuelva a ver. Me he acordado de la cara de mis padres cuando era mucho más jovenes, o lo feliz que podia llegar a ser con cualquier juguete barato... y chorradas por el estilo que te hacen sentir bien, aunque tengan su punto de melancolia...AAyy!! ahora mismo me voy a bajar a comprar un bote de nocilla para merendar. Por cierto dan Barrio Sesamo en algún canal...

Susana dijo...

RECUERDOS, dan sentido a nuestra existencia...aunque no siempre son buenas, pero nos hablan de q estamos vivos...q pena q las cosas hayan cambiado en muchos sentidos para peor...besitos malos pelos jaja su