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6 de marzo de 2007

Intranscendencia

Llama poderosamente la atención la poca trascendencia, que se le da por los medios de comunicación, a algunas noticias que en principio deberían tener mayor relevancia. Grandes acontecimientos sin aparente interés mediático que solo gozan de escuetas reseñas en las publicaciones impresas. Eclipsadas por la última salida de tono de cualquier famosillo de turno y detallándolo para no peder detalles con grandes fotos a color, podemos encontrar en una esquinita del periódico que por ejemplo un equipo de científicos franceses devuelve la vista a siete perros ciegos. No hay un gran titular para que apreciemos como merece que el éxito de estos científicos supone una gran esperanza para miles de invidentes de todo el mundo que podrían recuperar la vista gracias a sus logros.

Hay otras noticias que en virtud del interés general ni siquiera aparecen en los medios. Si bien interesa el que fallece tras realizarse una liposucción, nadie le presta atención a un suceso preocupante como el aumento en el número de adolescentes que se lanzan al vacío desde una azotea y acaban con sus vidas. Parece no importar que cada vez más jóvenes decidan suicidarse y que solo se conozcan los casos en los que éstos lo hacen de un modo inevitablemente público. Ni tan siquiera llegamos a enterarnos de los que deciden abandonar este mundo de forma discreta.

¿Por qué elige alguien con toda una vida por delante y grandes problemas aparentes lanzarse al vacío?

Personas con físico de adultos y mente de niños. Hormonas en ebullición para los que el más nimio de los problemas es literalmente el fin de su existencia.

Quizás es tarea de los adultos enseñarles que la vida es más sencilla de lo que ellos creen. Que un suspenso no es fin del mundo y que no han perdido al amor de su vida por un simple desamor adolescente. Deberíamos hacer que aprendan a reírse de lo que ellos piensan que es un enorme contratiempo, igual que nos reímos al recordar el trauma de romperse aquel juguete y de lo tristes que nos pusimos porque aquel niño de cinco años que creíamos que era nuestro amigo no nos saludó. Hacerles entender que los problemas presentes serán igual de frívolos que los de la niñez cuando transcurran algunos años. Convencerles de que la vida es bella si la dejamos transcurrir.

Alguien sabio me dijo una vez:

- Si un problema tiene solución para qué preocuparse y si no la tiene ¿por qué te preocupas?

3 de marzo de 2007

Dos amigos. 2ª parte

Dos semanas estuvo el gato convaleciente de la terrible e ignominiosa castración. Durante la tercera semana se dedicó a sacar fuerzas de flaqueza para atreverse a volver a la calle por temor a las burlas a causa de su humillación. Si antes de aquel desgraciado suceso era bastante pesado, ahora que se pasaba la noche contándoles a los demás todos los detalles de la intervención se convirtió en un sujeto bastante insoportable.

Las gatitas mimosas no lo aguantaban, el único aliciente por el que lo aceptaron en su momento era el aliciente de conseguir unos cachorros con una buena herencia genética y dadas las circunstancias eso era algo que en la actualidad no podía ofrecer.

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Por donde iba era rechazado, ni tan siquiera en la tertulia de los gatos mayores lo acogían. Éstos tenían fama de conmoverse de los gatos desfavorecidos y ser buenos consejeros, pero fueron tantas las chulerías y las fanfarronadas, que no lo deseaban cerca mendigando compasión.
En esos acercamientos a los demás gatos siempre preguntaba por su amigo defenestrado. Desde el día que lo apartó de su lado no lo había vuelto a ver. Algunos decían que se había marchado a otra parte de la ciudad. Otros aseguraban que se había unido a una pandilla de gatos y gatas de un barrio cercano. Echaba de menos al que había sido su fiel compañero y que él expulsó de su vida sin misericordia.
Exhausto de no hallar a ningún gato que lo aceptara, terminó refugiándose en la que hasta aquel momento solo consideraba como el lugar en el que le daban de comer y una ventana soleada para dormitar. En los dos años siguientes permaneció en esa misma ventana mirando a la calle esperando tristemente que el azar le devolviera a ese amigo al que tanto extrañaba. Un buen día lo vio pasar por la puerta de su casa. Salió corriendo se abrazó a él con fuerza. El gato negro al principio no lo reconoció puesto que esa vida totalmente doméstica había hecho engordar sobradamente al siamés. Esté último le rogó que volviera a ser su compañero nocturno, le pidió perdón por su comportamiento y que le dijo esas cosas sin pensar.
Disculpándose, el gato callejero le dijo que no era posible, que aunque no le guardaba rencor tenía su propia vida y que, lamentándolo mucho, tenía mucha prisa en marcharse. A esa hora sacaban a tomar el sol los cachorritos que había engendrado con una gata doméstica de la calle de al lado. Le dijo que ya se verían por ahí, aunque el gato doméstico tenía la certeza de que esa jamás ocurriría.

El gato siamés volvió afligido a su hogar y allí permaneció sin salir hasta que en una mañana de invierno los dueños se lo encontraron muerto. Lo hallaron justamente en esa ventana en la que tanto aguardó al amigo que despreció y quién sabe si en su último aliento de vida aún lo esperaba.

Y es que en cualquier ámbito de nuestras vidas, el rechazo es un arma traicionera. La autoestima ganada a tenor de poseer la capacidad de expulsar de nuestro lado a aquel que no necesitamos, puede tornarse en amargura cuando en los malos momentos no lo tenemos cerca para consolarnos. Permitirnos el desprecio, con el tiempo nos hará comprobar que ya no somos necesitados por cerrar las puertas a cal y canto a los que solo pretendían nuestra amistad, nuestro amor o simplemente nuestro respeto; consiguiendo hacer añicos todo ese amor propio y sentirnos terriblemente solos, muy solos, por no haber concedido dejar, al menos, esas puertas entreabiertas.

28 de febrero de 2007

Dos amigos. 1ª parte

Dicen por ahí que no hay criatura más egoísta e interesada que un gato. De comportamiento peculiar y siempre buscando su bienestar, al contrario que la mayoría de los que nos denominamos mamíferos superiores para los que la luz del sol suele ser sinónimo de vida, éstos comienzan esta vida justamente al caer la noche. Dormitan durante el día esperando a que el astro sol se despida de los que nos movemos normalmente durante su reinado. Mientras el resto yacemos bajo el influjo de Morfeo, estos seres noctámbulos se desperezan y, cómplices de las tinieblas, emprenden su deambular de serenata haciendo alarde de esa libertad de la que tanto se jactan.
Esta es la historia de dos amigos, dos gatos que se conocieron al amparo de la luna llena y de oscuros callejones que los protegían de sus propias travesuras.

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Uno de ellos era un hermoso gato siamés de grandes ojos azules. El resto de felinos de la zona le reprochaban constantemente su condición de doméstico, pero él alardeaba de ser más listo que ningún otro gato del lugar. Se alababa así por ser tan inteligente, dado que siempre tenía un plato de comida en la cocina y un enorme y mullido cojín en el que poder dormir la siesta. El otro era un simple gato callejero de lo más común, tan negro como el azabache y considerablemente enclenque. Al contrario que su amigo el doméstico, que era bastante bocazas, éste era más bien tímido y participaba de guardarse muy mucho sus opiniones.

Ambos se conocieron en una calurosa noche de verano, junto a un contenedor de basura. El gato doméstico se reivindicaba libre e iba en busca de realizar alguna trastada. El otro simplemente buscaba algo que echarse a la boca. A partir de ese día coincidieron durante varias noches en aquel lugar y terminaron convirtiéndose en amigos inseparables; uno que no paraba de hablar y el otro que escuchaba paciente, la pareja perfecta.

Durante algún tiempo estuvieron noche tras noche deambulando de aquí para allá, haciendo más de una travesura, hasta que un buen día, o una buena noche, se encontraron con unas mimosas gatitas cerca de donde los gatos más viejos hacían sus debates diarios. Discutían asuntos de interés felino. Los temas a tratar eran quejas sobre el tamaño de las ratas, que cada vez eran más grandes y se defendían, o asuntos como la mala educación de los gatos aún cachorros, que según ellos, habían perdido todo respeto por los mayores y no como ellos, que fueron unos gatitos muy educados.

Intentando impresionar a las gatitas zalameras, el gallardo siamés se explayaba en su angustiosa pedantería. Pasado un buen rato agotadas de tanta verborrea, las chicas empezaron a acercarse al flacucho gato negro que hasta ese momento permanecía callado en un rincón observando a su amigo. El gato callejero, de manera sorprendente, empezó a hablar con las gatas que se mostraban interesadas en lo que contaba, porque al contrario que el engreído siamés que solo se refería a sus virtudes y a su excelente pedigrí, él narraba con todo lujo de detalles las simpáticas batallitas y las muchas travesuras que perpetraba junto a su amigo.

De vuelta a casa, el gato siamés muy enfadado arrinconó a su compañero de aventuras contra una pared. Empezó a reprocharle el haberle robado el protagonismo. Le dijo que no quería volver a verlo y que ya no eran amigos. Le invitó a que bajo ningún concepto se acercarse al callejón de las gatas y mucho menos quería verlo rondando por la casa en la que residía. Un triste y abatido gato negro se marchó entre la penumbra con lágrimas en los ojos sin tan siquiera atreverse a mirar atrás.

El siamés doméstico se convirtió en efecto en el centro de atención de las féminas gatunas. La incomparecencia del gato callejero, que ya duraba varias semanas, le había allanado el camino y sin más remedio, las gatitas tuvieron que conformándose con él. Pero un oscuro día, hartos de las andazas nocturnas de su mascota, los presuntos amos del gato siamés lo llevaron al veterinario y lo castraron sin piedad.

Continuará…

23 de febrero de 2007

La cárcel de la rutina

El motivo de las ausencias es sencillo, he estado encarcelado. De hecho sigo encarcelado y esto no es más que un “vis a vis”. Los guardias de esta cárcel de la rutina no me permiten hacer visitas, ni siquiera me dejan atender a los que me visitan.

Aquí son encerrados todos aquellos que han cometido el delito de tomar responsabilidades. Y aunque no tenemos derecho a quejarnos, y en el fondo tampoco queremos, estamos avocados a ser presos de nuestras elecciones. A veces nos gustaría poder disfrutar de un patio en el que estirar las piernas y mirar al exterior, pero en la cárcel de la rutina no hay patio, solo hay rejas y paredes de hormigón.

A riesgo de ser pillado, a veces me escapo por un agujero tras el espejo de mi celda. En esos escasos momentos encuentro furtivo la libertad de al menos librarme unos instantes de la atenazante asfixia de una mordaza invisible que, únicamente cede, cuando huyo agazapado entre las sombras mientras los carceleros no miran.

Así oculto, miro el mundo por una pequeña ventana de un pasillo recóndito. Desde esta ventana puedo observar en silencio a la gente. Caminan de un lado otro conversando libremente unos con otros, hablan, comentan, opinan y no puedo gritarles desde esa ventana por temor a ser atrapado y aumentada mi condena. Cuando noto que un guardia está cerca debo cerrar la ventana y volver raudo a mi celda, en la que continúo con mis labores de preso.

Hubo un tiempo que en esta prisión era más sencillo huir de la cotidianidad y dar un simple paseo. Antes las rejas eran de alambre y apenas había guardias. Antes era fácil esconderse en un rincón y desde estas frágiles rejas hablar con personas y ser escuchado, pero cada vez construyen más muros y los barrotes son de acero. Ahora nos ponen grilletes en pies y manos que nos impiden movernos libremente.

Espero que dentro de un tiempo pueda disfrutar de un tercer grado que me permita visitar y disfrutar de ser visitado; es angustioso no poder contestar las cartas, es angustioso estar incomunicado. Mientras tanto me consuelo observando desde mi pequeña ventana y mirar aunque no pueda ser visto. Aunque no es mucho, aún es peor vivir a oscuras a perpetuidad.

El carcelero se acerca, creo que mi tiempo ha terminado. Lo lamento, pero he de dejarles…