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12 de enero de 2009

Qué hacer

Ahora estaba vacía. Sentía que aire de aquella casa era tan denso que casi no se podía respirar. Era el aire de la angustia y la ansiedad que lo iba consumiendo poco a poco como una barra de incienso sin poder evitar sentir que algún día terminaría por apagarse. Él no había elegido seguir viviendo con su madre con casi cincuenta años. El destino había sido caprichoso y desde que tenía uso de razón nunca vivió para forjarse el suyo propio; siempre tuvo la responsabilidad que cuidar a alguien, esa responsabilidad que impide a un buen hijo abandonar a una madre enferma, la que le dio la vida, la que se la había robado desde siempre.

Ahora la penumbra inunda la habitación. Sentado en la cama observa el polvo a través de los rayos de sol que entran por las rendijas de la ventana, recordando, intentando flotar como él, pero ya no puede. Sus recuerdos nunca van más allá de la casa. No fue culpa suya que su padre se marchara. Se hizo mayor de repente cuando mamá decidió no salir de la cama para cuidar a los suyos. Se convirtió en hermano mayor, en padre, en madre. Considero a sus hermanos unos egoístas cuando con el tiempo se fueron marchando en busca de esa vida que a él siempre se le había negado. Con la mente en el infinito imagina como podía haber sido esa otra vida, la suya, la auténtica, amando a otra mujer, a sus propios hijos. Esos niños tienen las caras de sus hermanos cuando era pequeños, como cuando papá se fue. Hijos prestados de una existencia ajena.

Ahora el olor añejo es tan viscoso que es imposible desprenderse de el. Tumbado en el viejo sofá cambia los canales del televisor intentando escapar de los programas que le gustaban a mamá, pero no puede. Siente que ha perdido la razón cuando habla con ella, pero ahora mamá ya no está. Frente al televisor con la mirada perdida, inerte, aquel nuevo estado de soledad era mera apariencia, hacía años que estaba solo, mamá lo había abandonado hace ya mucho tiempo, el mismo que llevaba obteniendo el silencio como respuesta. Es un perro lazarillo que no tiene un amo al que cuidar, alguien por el que dejarse atropellar si fuese preciso, alguien que le brindara la oportunidad de hacer el único trabajo que siempre ha desempeñado, cuidar a los demás dejando de lado su propia vida.

Ahora no se percata de aquel señor calvo y desaliñado que ve cuando se mira en el gastado espejo del baño. Entre manchas de humedad y azulejos desprendidos no advierte que ahora todo tiene sentido, que ese hombre de yérsey rojo y camisa de cuadros que vive en aquella casa necesita ser cuidado y querido. Ese señor de casi cincuenta años implora su ayuda. No se da cuenta de que ha llegado el momento de cuidarse a si mismo. Yo no elegí ser como soy.

Qué hacer, qué hacer…