-->

23 de abril de 2008

Terrores

Terror nocturno es un trastorno padecido por gran parte de la población preescolar. A diferencia de las pesadillas, que acaban cuando el niño despierta, recordando y comunicando el contenido de este sueño, el terror nocturno se manifiesta con gritos, llantos, sudoración y aunque aparentemente despiertos siguen dormidos sin abandonar este estado de terror. Estado que se puede apreciar por las pupilas dilatadas y la mirada perdida. Son más frecuentes entre los tres y los cinco años y tras un terror nocturno, el niño no recuerda lo que le ha sucedido ni lo que ha soñado.

Aunque asociados a la edad infantil, los terrores nocturnos no desaparecen. Los monstruos y fantasmas son reemplazados progresivamente con peleas, con atracos a los juguetes… cuando crecemos y nos hacemos adultos nuestros sueños se ven alterados por terror a un futuro incierto, a un puesto de trabajo precario, la infelicidad en el amor.

Los terrores nocturnos permanecen anclados en nuestras mentes y noche tras noche se manifiestan como el miedo a ser abandonados, el temor a que a nuestros hijos o seres queridos enfermen o que alguien les haga daño…a que el mundo se vaya a la mierda sin previo aviso.

El drama de los terrores nocturnos en la edad adulta reside en que los recordamos y los sentimos al despertar. Al leer los periódicos o ver las noticias comprobamos que todo aquello a lo que tememos y que nos angustia en nuestras pesadillas ocurre en realidad. Que la gente enferma, que existen auténticos monstruos que asesinan y violan a niños, que las personas se hacen daño unas a otras y que el mundo se va definitivamente a la mierda y nos está avisando; de repente nos damos cuenta de que echamos de menos a los monstruos y los fantasmas del armario, al malo de película que se aparece en nuestros sueños, terrores que en fondo no son más que las fantasías de un niño y por mucho que lo intentemos cerramos los ojos con la firme intención de despertar, abrazando la desesperación de no conseguirlo jamás.

3 de abril de 2008

Que se mueran los viejos. (Parte Primera)

Érase una vez un muchacho al que le repugnaban los viejos. No solo los repugnaba sino que los odiaba. En este odio hacia la vejez incluía a sus padres, que apenas superaban los cuarenta, a los amigos de sus padres, vecinos y a todo aquel que se encontrara, en virtud de su particular apreciación, en un momento de su vida en el que le restaban menos años para morir que el tiempo que había vivido.

El aborrecimiento no se limitaba a comentarios desagradables sobre éstos o esa falta de respeto hacía las personas mayores tan presente en estos tiempos, su aversión lo empujaba a agredirlos físicamente o humillarlos moralmente siempre que tenía ocasión, siempre apoyándose en esa sensación de fortaleza e invencibilidad tan característica de los jóvenes y escudándose en su condición de menor de edad por si alguna de sus víctimas tenía la intención de responder a dichas agresiones. A veces se escondía en un jardín y asustaba a todo aquel “viejo” que pasara para regocijo de sus “amiguetes”, mientras, éstos lo grababan con el móvil y se mofaban de la broma una y otra vez. En otras ocasiones, al cruzarse con un señor con bastón, empujaba a un amigo contra éste con la firme intención de que éste cayera al suelo, o, simplemente, le daba una patada al apoyo del pobre señor o señora para reírse del apuro en el que éste se encontraba por culpa de su “gracia”. Si estaba sentado tranquilamente en un banco la pereza le impulsaba a no levantarse para hacer daño a alguien, pero le motivaba la imitar una pistola con el dedo índice y pulgar de la mano y simular que ejecutaba, sin ningún atisbo de timidez y asegurándose de que el “ejecutado” se diera cuenta, a todos los que el consideraba un lastre para la sociedad.




En casa, su comportamiento tampoco era lo que se puede denominar ejemplar. Insultaba a sus padres cada vez que éstos le pedían que hiciera algo. Además de no colaborar lo más mínimo en las labores del hogar, se dedicaba a desordenar y a ensuciar a conciencia solo por fastidiar. La frase más cariñosa para con sus padres era: - A ver si os morís de una puta vez y me dejáis tranquilo.

Una buena mañana como otra cualquiera las luces del alba lo despertaron. Era raro, él solía dormir hasta bien entrado el día, eso incluía estar en la cama más de diez horas. Al intentar levantarse sintió un fuerte dolor de espalda y una pesadez algo inusual. Tras un gran esfuerzo logró incorporarse y sin entender que le pasaba se dirigió al cuarto de baño a refrescarse un poco. Abrió el grifo y al recoger el agua con sus manos para lavarse la cara descubrió que éstas no tenía el aspecto de siempre. La piel no era tersa, tenía manchas. Encendió la luz y descubrió que en el espejo su reflejo no era el de aquel muchacho joven con toda la vida por delante. Descubrió con un horror que jamás había sentido que aquel que aparecía en el espejo en su lugar era un “viejo”. Aquel muchacho se había convertido en un anciano de “esos” a los que tanto odiaba.

Fin de la primera parte.